Martín Lutero, el gran reformador protestante, se empeñó en promover la educación centrada en el hogar, tal y como enseña el Antiguo Testamento.
Reconocía, no obstante, el célebre hombre de Dios que el Estado también debía desarrollar programas educativos para los niños, ayudando así a los padres en la educación de sus hijos.
Lutero propuso un currículo que diese énfasis a los estudios bíblicos y a la música, junto a otras disciplinas.
Juan Calvino, por su parte, convocó a la Iglesia a enseñar a los niños en los caminos de la Biblia.
De igual forma que los hebreos en los tiempos bíblicos, los colonizadores que llegaron de Europa para habitar América no hacían distinción entre la educación religiosa y la secular.
La razón principal de esos hombres, que vinieron al Nuevo Mundo, para enseñar a sus hijos a leer era que pudieran leer la Biblia.
Procuraban de esa forma transmitir un patrimonio moral y espiritual y un vivir de acuerdo con los preceptos bíblicos.
De este modo fueron surgiendo las primeras escuelas para complementar la enseñanza del hogar.
Hasta principios del siglo XVI, para la mayoría de las personas, aprender significaba sencillamente memorizar. Los maestros exigían que los niños aprendiéramos de memoria sus lecciones e hiciéramos los ejercicios sin cuestionamiento alguno.
Esto nos hacía niños pasivos, dependientes e ineptos, ya que la memorización de textos y palabras no nos prepara para la realidad de la vida y sus complejos problemas.
La memorización sola tampoco desarrolla la inteligencia, ni agudiza el discernimiento ni la reflexión.
A partir del siglo XVII comenzó a considerarse el aprendizaje bajo tres momentos: comprensión, memorización y aplicación. De esa forma la enseñanza comenzó a ser más expositiva y explicativa.
Hoy se sabe que la sola explicación del maestro o de los padres no es suficiente para que los niños aprendamos. Ella sirve para iniciar el aprendizaje; luego hay que integrarlo y llevarlo a buen término.
Ten en cuenta, pues, que el aprendizaje es un proceso lento, gradual y complejo de interiorización y de asimilación, en el cual mi participación activa será un factor decisivo.
Reconocía, no obstante, el célebre hombre de Dios que el Estado también debía desarrollar programas educativos para los niños, ayudando así a los padres en la educación de sus hijos.
Lutero propuso un currículo que diese énfasis a los estudios bíblicos y a la música, junto a otras disciplinas.
Juan Calvino, por su parte, convocó a la Iglesia a enseñar a los niños en los caminos de la Biblia.
De igual forma que los hebreos en los tiempos bíblicos, los colonizadores que llegaron de Europa para habitar América no hacían distinción entre la educación religiosa y la secular.
La razón principal de esos hombres, que vinieron al Nuevo Mundo, para enseñar a sus hijos a leer era que pudieran leer la Biblia.
Procuraban de esa forma transmitir un patrimonio moral y espiritual y un vivir de acuerdo con los preceptos bíblicos.
De este modo fueron surgiendo las primeras escuelas para complementar la enseñanza del hogar.
Hasta principios del siglo XVI, para la mayoría de las personas, aprender significaba sencillamente memorizar. Los maestros exigían que los niños aprendiéramos de memoria sus lecciones e hiciéramos los ejercicios sin cuestionamiento alguno.
Esto nos hacía niños pasivos, dependientes e ineptos, ya que la memorización de textos y palabras no nos prepara para la realidad de la vida y sus complejos problemas.
La memorización sola tampoco desarrolla la inteligencia, ni agudiza el discernimiento ni la reflexión.
A partir del siglo XVII comenzó a considerarse el aprendizaje bajo tres momentos: comprensión, memorización y aplicación. De esa forma la enseñanza comenzó a ser más expositiva y explicativa.
Hoy se sabe que la sola explicación del maestro o de los padres no es suficiente para que los niños aprendamos. Ella sirve para iniciar el aprendizaje; luego hay que integrarlo y llevarlo a buen término.
Ten en cuenta, pues, que el aprendizaje es un proceso lento, gradual y complejo de interiorización y de asimilación, en el cual mi participación activa será un factor decisivo.